El trasfondo histórico de Kimetsu no Yaiba y su vínculo con el Japón de la era Meiji
La obra de Koyoharu Gotouge refleja temores reales de la modernización y el cambio social en Japón.

Pocos animes han calado tanto en la cultura popular como Kimetsu no Yaiba (Demon Slayer), la epopeya de Koyoharu Gotouge sobre jóvenes cazadores enfrentados a demonios. Más allá de su estética sobrenatural, la historia encierra una metáfora profundamente japonesa, inspirada en uno de los periodos más convulsos del país: la era Meiji (1868–1912), cuando Japón abandonó su sistema feudal y se abrió a la modernidad tras siglos de aislamiento.
Detrás de su trama fantástica se esconden miedos históricos muy reales, desde el trauma del “impuesto de sangre” hasta la percepción del extranjero como amenaza.
El “impuesto de sangre” que cambió Japón
A mediados del siglo XIX, Japón comprendió que su aislamiento lo había dejado rezagado frente a Occidente. Para evitar la colonización, el gobierno Meiji impulsó una modernización acelerada: abolió los feudos, centralizó el poder y reemplazó a los samuráis por un ejército nacional. En 1873 se instauró el servicio militar obligatorio, una medida que alteró radicalmente la vida rural.
Muchos campesinos perdieron a los hombres adultos de sus familias, llamados a filas, dejando a mujeres, ancianos y niños a cargo de los hogares. Esa ausencia de figuras protectoras, tan presente en Kimetsu no Yaiba, refleja la vulnerabilidad de una generación que creció sin tutores, obligada a madurar antes de tiempo. Los hermanos Tanjiro y Nezuko Kamado encarnan esa orfandad colectiva.

Cuando los demonios eran los extranjeros
El punto de inflexión llegó con un error de traducción. La ordenanza militar usó el término francés impôt du sang, “impuesto de sangre”, que los campesinos interpretaron de forma literal: creyeron que el gobierno planeaba extraer sangre de los aldeanos para venderla a extranjeros. El rumor desató revueltas y pánico colectivo, reprimidos con violencia por el ejército.
En un Japón que comenzaba a recibir barcos y comerciantes occidentales, el extranjero pasó a verse como un depredador, un ente que venía a “chupar la sangre” del país. La figura del demonio sintetizó ese miedo: un invasor nocturno e inhumano que se alimenta de los suyos. Kimetsu no Yaiba retoma esta metáfora, con demonios que atacan aldeas mientras una élite militar intenta controlar la amenaza.
La modernización como monstruo
El anime refleja también el choque entre tradición y progreso: locomotoras, electricidad, uniformes y ciudades que cambian con rapidez. No es casualidad que Kimetsu no Yaiba: Mugen Ressha-hen (El Tren Infinito) gire en torno a un ferrocarril, símbolo de la modernidad en el siglo XIX. En la época, el tren se percibía como una fuerza extranjera que “robaba el alma” de los viajeros. En la serie, los demonios pueden leerse como una alegoría de la industrialización: una modernidad que devora lo antiguo y desintegra los vínculos familiares.
El miedo al “otro” continuó décadas después. Durante el Gran Terremoto de Kanto en 1923, los rumores sobre envenenadores coreanos provocaron persecuciones masivas. La prensa reforzó la idea del enemigo invisible, una narrativa que más tarde alimentaría el nacionalismo previo a la Segunda Guerra Mundial. Esa herencia cultural —el miedo a lo externo, la pureza del linaje y la expiación mediante el sacrificio— sigue presente en el imaginario de Gotouge.
Del Kanto a la guerra total
Aunque Koyoharu Gotouge nunca ha declarado abiertamente que Kimetsu no Yaiba sea una alegoría del Japón Meiji, las correspondencias son evidentes: jóvenes huérfanos enfrentados a una amenaza incomprensible, un país que busca redención tras perder su inocencia y una generación marcada por la violencia institucional. La obra convierte el trauma colectivo en una mitología de redención, donde los demonios encarnan tanto el mal como la culpa y la transformación social.
¿Consideras que Kimetsu no Yaiba refleja las tensiones del Japón moderno bajo una apariencia sobrenatural?